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Busca al Senor Arzobispo Dennis M. Schnurr

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En la víspera de su pasión y muerte, Jesús tomó pan y vino ordinarios, los bendijo y se los dio a Sus amigos como su Cuerpo y Sangre ordenando: “Hagan esto en memoria mía”. Al día siguiente se ofreció a sí mismo – Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad – a Dios Padre por nuestra salvación. La ofrenda de Jesús de sí mismo en la forma externa de pan y vino es la misma ofrenda que hizo al Padre en la cruz. Las dos acciones son un solo evento: el centro de la historia de la salvación.

Los discípulos tomaron en serio el mandato de Jesús y realizaron las mismas acciones en su memoria. Desde los primeros días de la Iglesia, los cristianos han entrado en el misterio de la pasión, muerte, resurrección y ascensión salvífica del Señor cada vez que se celebra la Eucaristía. La Iglesia nos recordó en el Concilio Vaticano II la importancia de compartir la Eucaristía, enseñando que “se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma” (Sacrosanctum Concilium, 14).

Tal participación no es simplemente externa. El Papa emérito Benedicto XVI dijo: “la participación activa deseada por el Concilio se ha de comprender en términos más sustanciales, partiendo de una mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la vida cotidiana” (Sacramentum Caritatis, 52). Prosigue aseverando que el mismo Concilio enseñó: “aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él” (Sacrosanctum Concilium, 48).

A menudo rezamos en la Misa: “Que él nos transforme en ofrenda permanente” (Plegaria Eucarística III), pidiendo que el Espíritu Santo transforme nuestras vidas en un sacrificio para el Padre. Le devolvemos todo a Dios: todo lo que decimos, pensamos y hacemos; todo por lo cual estamos agradecidos; todo lo que sufrimos; en definitiva, todo lo que somos. Pedimos que nuestra vida – por, con y en Cristo – sea para el bien de todo el mundo.

Cuando espiritualmente ponemos nuestra vida en el altar y en oración nos unimos a la ofrenda de Jesús a su Padre, nuestra participación en la Misa da más frutos. La Palabra de Dios que nos habla a través de las lecturas tiene mayor efecto en nuestra vida, y la recepción de nuestro Señor en la Sagrada Comunión conforma más profundamente nuestra vida a la Suya y a Su Cuerpo Místico, la Iglesia. Nuestra participación en la Misa se convierte en una vida en permanente cambio en el encuentro con el Señor.

El Papa Francisco ofreció recientemente una hermosa reflexión sobre el don de tal encuentro. “No nos sirve un vago recuerdo de la última Cena, necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. … El poder salvífico del sacrificio de Jesús, de cada una de Sus palabras, de cada uno de Sus gestos, mirada, sentimiento, nos alcanza en la celebración de los Sacramentos. Yo soy Nicodemo y la Samaritana, el endemoniado de Cafarnaún y el paralítico en casa de Pedro, la pecadora perdonada y la hemorroisa, la hija de Jairo y el ciego de Jericó, Zaqueo y Lázaro; el ladrón y Pedro, perdonados. El Señor Jesús que inmolado, ya no vuelve a morir; y sacrificado, vive para siempre, continúa perdonándonos, curándonos y salvándonos con el poder de los Sacramentos” (Desiderio Desideravi, 11).

¡Que el Señor nos ayude a cada uno de nosotros a entrar más plenamente en este don inagotable de la Eucaristía cada vez que vayamos a Misa!

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