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Busca al Senor

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Reunido con sus discípulos alrededor de una mesa la noche antes de dar su vida por nuestra salvación, Jesús le dijo a Tomás: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6). Cada diciembre celebramos el nacimiento de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Dios se hizo uno de nosotros para enseñarnos quiénes Él nos creó para ser y para mostrarnos cómo restaurar nuestra relación con Él, con los demás e incluso con el mundo que nos rodea. Antes del pecado, estas relaciones existían en perfecta armonía, pero desde la Caída vivimos en un mundo herido y necesitado de redención. Jesús ha venido a mostrarnos el camino de regreso al Padre, y es un viaje que no podemos completar solos.

Jesús nos dejó el don de su Iglesia para que podamos trabajar juntos por la salvación de todos. Dios ha confiado a cada uno de nosotros dones y talentos que Él quiere que usemos para el bien común y no que los guardemos sólo para nosotros mismos. Incluso antes de nuestro nacimiento, Dios infundió el alma de cada persona con dones y talentos particulares. Con el tiempo, a medida que estos dones maduran, aprendemos cómo usarlos de manera más efectiva para que eventualmente puedan producir los frutos que Dios quiso desde el principio. Este es un proceso en el que cada uno de nosotros como individuos juega un papel importante. Es también objetivo de la educación, especialmente de la educación católica que busca formar a toda la persona según el modelo de Jesucristo.

Durante su visita pastoral a los Estados Unidos en 2008, el Papa Benedicto XVI se dirigió a un grupo de educadores sobre este aspecto fundamental de la educación. Dijo: “El deber educativo es parte integrante de la misión que la Iglesia tiene de proclamar la Buena Noticia. En primer lugar, y sobre todo, cada institución educativa católica es un lugar para encontrar a Dios vivo, el cual revela en Jesucristo la fuerza transformadora de su amor y su verdad. Esta relación suscita el deseo de crecer en el conocimiento y en la comprensión de Cristo y de su enseñanza. De este modo, quienes lo encuentran se ven impulsados por la fuerza del Evangelio a llevar una nueva vida marcada por todo lo que es bello, bueno y verdadero; una vida de testimonio cristiano alimentada y fortalecida en la comunidad de los discípulos de Nuestro Señor, la Iglesia” (Discurso en The Catholic University of America, 17 de abril de 2008).

La misión, entonces, de nuestras escuelas católicas es proveer un espacio donde cada individuo pueda encontrar al Señor y, a través de este encuentro, aprender quién el Señor lo creó para ser. Es un lugar donde los deseos y aspiraciones del corazón de cada persona, colocados allí en primer lugar por Dios mismo, son extraídos de cada persona y moldeados y nutridos de acuerdo a las verdades del orden creado por Dios. Esta experiencia formativa es un beneficio por toda la vida para las decenas de miles de niños y adolescentes matriculados como estudiantes en las escuelas católicas de nuestra arquidiócesis. También es un beneficio para la comunidad en la que vivimos. Los niños y adolescentes que formamos como discípulos de Jesús un día saldrán y harán su contribución a la sociedad, en cualquier camino vocacional y profesional que descubran que Dios ha preparado para ellos.

Al celebrar la Semana de las Escuelas Católicas a finales de este mes, es apropiado tomar un momento para agradecer a todos aquellos involucrados en este esfuerzo: padres, maestros, administradores, personal, innumerables voluntarios y, por supuesto, nuestros estudiantes. ¡Juntos estamos realizando una gran obra con el Señor! Que Aquel que comenzó esta buena obra la vaya completando (cf. Flp. 1:6).

 

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