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En nuestra “Oración por las Vocaciones” arquidiocesana, reconocemos que Dios ha creado a cada uno de nosotros para un propósito definido. Al mismo tiempo, le pedimos que bendiga a la Iglesia con mujeres y hombres que vivan fielmente sus respectivas vocaciones con santidad, ya sean solteros, casados, religiosos o clérigos. De manera única, las diversas formas de vida consagrada que se han desarrollado y evolucionado a lo largo de los siglos forman un hermoso mosaico y son un gran don para la Iglesia.
Si bien es probable que estemos más familiarizados con las hermanas religiosas que sirven en la educación o la atención médica, hay muchas otras formas en las que el Espíritu Santo ha inspirado tanto a mujeres como a hombres a consagrarse completamente al servicio de Dios. El Papa San Juan Pablo II describió las múltiples y diversas formas de vida consagrada en la Iglesia como “una planta llena de ramas que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia” (Vita Consecrata, 5).
Esta rica diversidad nació de la experiencia de los primeros miembros de la Iglesia que decidieron separarse de la sociedad humana para dedicarse únicamente a Dios. Hasta el día de hoy, el Espíritu Santo continúa inspirando a mujeres y hombres a unirse a comunidades monásticas o a vivir como ermitaños o miembros de otros institutos religiosos contemplativos. Otros están llamados a comprometerse más activamente con el mundo y esforzarse por llevar el Evangelio a todas las dimensiones de la vida humana como miembros de órdenes religiosas o incluso como individuos, como las vírgenes consagradas o los miembros de institutos seculares. En las sociedades de vida apostólica, grupos de hombres o mujeres se reúnen para trabajar hacia una meta apostólica o misionera compartida.
Cualquiera que sea su forma, la vida consagrada se caracteriza por la adhesión a los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia – “los rasgos característicos de Jesús” (VC, 1). Como toda vocación, el llamado a la vida consagrada es una iniciativa de Dios Padre. En este caso, sin embargo, “respondiendo a esta invitación acompañada de una atracción interior, la persona llamada se confía al amor de Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se consagra totalmente a Él y a su designio de salvación” (VC, 17). Este compromiso total con Dios revela, incluso en este mundo, algo del misterio de la perfección y del amor divino que todos esperamos experimentar plenamente en el cielo.
El compromiso de consagrarse a Dios es profundamente personal, pero tiene el potencial de beneficiar a todo el Cuerpo de Cristo. Los hombres y mujeres que viven fielmente su consagración reciben diariamente las gracias que necesitan para su propia santificación. Al hacerlo, también hacen tangibles en la Iglesia los dones del Espíritu Santo según los respectivos carismas.
En esta arquidiócesis tenemos la bendición de contar con cientos de mujeres y hombres que viven su consagración de múltiples maneras. Que nuestro Señor les sostenga en los compromisos que han hecho para que sean testigos para todos nosotros del amor infinito de Dios.